Ahora mismo estoy sentado delante de mi ordenador y oigo en la lejanía el ruido que hace una máquina que está cortando el césped. Hoy mientras comía en un restaurante me preguntaba acerca de la razón por la que tenía que hablar tan alto a mi compañero de mesa y era porque los demás a nuestro alrededor hablaban alto. Nos estábamos retroalimentando en la generación de ruido. En el gimnasio es fácil observar que aun existiendo una música ambiente, prácticamente todo el mundo lleva unos cascos para su propia música. Nos estamos aislando hasta el punto de escoger nuestro propio ruido, el personal e intransferible.

El otro día en Madrid tuve la oportunidad de conversar con tres personas que no tenían nada que ver entre ellas, ni personal ni profesionalmente, y las tres me comentaban la necesidad de las vacaciones para desconectar y tomarse un respiro. Imagino que este es el tipo de pensamiento de muchas personas en estos días.

Tomarse un respiro, desconectar, huir del mundanal ruido aunque muchas veces esa huida acaba en otro lugar en el que el ruido es igual de mundano solo que es percibido en pantalón corto y chanclas.

Ese alto, ese parón, ese respiro, debiéramos tomárnoslo con una cierta frecuencia y no solo para huir del ruido exterior sino también para desconectar interiormente de todos esos ruidos que, a modo de mosquito zumbón, rondan permanentemente en nuestra cabeza solo que no por fuera, sino por dentro. Ruidos que no podemos espantar con un sencillo manotazo al aire. Nos acompañan cuando por la noche nos acostamos y nos esperan por la mañana en cuanto el despertador ha sonado.

Y en medio de esos ruidos que, engañosamente, parecen hacernos compañía porque nos trasladan la falsa sensación de estar vivos y ocupados, puedo descubrir muchas veces el dolor, el malestar e incluso un cierto grito de ayuda de muchos que siguen aguantando día tras día en un mundo que parece habérsenos escapado de las manos.

Y todas esas sensaciones las hemos ido tapando con la actividad, con el hacer, con el estar en movimiento. Nos parece que de ese modo todo tiene cierto sentido aunque en nuestro fuero interno tengamos, al respecto, más dudas que certezas. Porque, ¿cómo tener certezas cuando casi todo lo que nos rodea suele ser contrario al pensamiento y a la reflexión? En medio de nuestro modo de vida, muchas veces es imposible el adecuado discernimiento acerca de lo que vivimos y de cómo lo vivimos. Así pues, todos esos ruidos externos e internos no solo son molestos “per se” sino también por lo que impiden. Y la acción debe de ir precedida de la reflexión y del pensamiento.

Necesitamos el Silencio porque facilita otra forma de percibir y relacionarse con la realidad, permitiéndonos ver aquello que a la simple vista nos está pasando desapercibido. Necesitamos el Silencio para reflexionar porque solo de esa manera no haremos como Alicia en el país de las Maravillas, coger cualquier camino, sino el nuestro, el que nos está esperando, el que nos pertenece.